Gracias a un buen compañero del Máster (mejor persona), me ha llegado a mis manos este artículo firmado por Joan Benach, que dice ser profesor de Salud Pública y miembro de GREDS-EMCONET, desarrollando la mayor parte de su labor científica y social al servicio de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
Considero esta lectura muy racional y coherente. Un grito de alarma ante la que se avecina, ante el iceberg que estamos comenzando a ver. El irrefrenable avance hacia el pasado: la sanidad como mercancía
Un poco de historia no viene mal, tampoco en Sanidad. Para saber quiénes somos, de dónde venimos, donde estamos, y hacia donde nos dirigimos...
Avanzar al pasado: la sanidad como
mercancía
El
real decreto de abril del Gobierno del PP es una contrarreforma que nos lleva
tres décadas atrás. Quieren seguros sanitarios para los ricos, la seguridad
social para los trabajadores y la beneficencia para el resto
La obtención del derecho a la atención sanitaria ha sido una de las
conquistas sociales más importantes de la segunda mitad del siglo XX, un bien
público equiparable al derecho al voto, la educación o tener una pensión. Un
referente histórico de los países con sistemas sanitarios públicos financiados
directamente con impuestos fue el National Health Service británico, que en
1948 propuso una asistencia preventiva y curativa para “todo ciudadano sin
excepción”. Junto a Reino Unido, los países nórdicos y otros países europeos
siguieron procesos parecidos estableciendo sistemas sanitarios según los
principios de financiación pública, acceso universal y una amplia oferta de
servicios sanitarios con independencia de los ingresos, posición social o lugar
de residencia.
En España ese proceso fue tardío. Durante el periodo final de la
dictadura franquista, dos tercios de la población tenían alguna cobertura
sanitaria. En 1978, cuando la Constitución estableció el derecho a la
protección de la salud ciudadana, cuatro de cada cinco personas estaba ya
cubierta por la Seguridad Social. En 1986 se produjo un cambio fundamental
cuando la Ley General de Sanidad sentó las bases de un Sistema Nacional de
Salud (SNS) que amplió la cobertura y proveyó atención sanitaria de mayor
calidad para casi toda la población. En esos mismos años, sin embargo, el
sector sanitario público se situó bajo el punto de mira de Gobiernos
conservadores, instituciones internacionales y grandes empresas (farmacéuticas,
seguros, tecnológicas y hospitalarias), aumentando progresivamente la presión
para mercantilizar la sanidad. La razón es fácil de entender: en una fase de
estancamiento capitalista y reducción de beneficios, la atención sanitaria era
un lugar ideal para hacer negocios. En 1987 y 1993, dos relevantes informes del
Banco Mundial ya plantearon la necesidad de adoptar criterios mercantiles,
desinstitucionalizar la atención sanitaria y otorgar un mayor papel a las
aseguradoras y prestadores privados de servicios. No olvidemos que los sistemas
sanitarios público y privado son como “vasos comunicantes”: para que el privado
tenga posibilidades de lucro primero hay que desprestigiar, debilitar o
“parasitar” al público.
En 1991, el Informe Abril se convirtió en el primer intento
serio de promover la mercantilización del sistema sanitario en España. Se
abogaba por mejorar su eficiencia mediante la separación de la financiación
pública de la provisión de servicios o la instauración de conceptos como la
“prestación adicional” y “complementaria” cofinanciados por el usuario. Los
argumentos ideológicos, repetidos desde entonces hasta la saciedad, son bien
conocidos: el sector público es “insostenible” y “burocrático”, el sistema
privado es “más eficiente” que el público, “la salud pertenece al ámbito
personal”, los usuarios son responsables de “abusar de la sanidad”. Ni la
investigación científica ni la propia OMS confirman esos supuestos. La sanidad
pública es más equitativa (sobre todo cuando tiene financiación suficiente
finalista), eficiente (sobre todo si se impulsa la atención primaria) y tiene
más calidad que la privada (con las excepciones del confort y el tiempo de
espera).
A finales de la década de los noventa, el proceso mercantilizador se
acelerará. En 1997, bajo el Gobierno de José María Aznar, el PP aprobó (con el
apoyo de PSOE y PNV) la Ley 15/97 que permitía la entrada de entidades privadas
en la gestión de los centros sanitarios públicos, y en 1999, con la
construcción y gestión del hospital de La Ribera en Alzira, se abrió el camino
a la mercantilización de la sanidad y el fomento a “modelos de negocio”
privados. La Generalitat valenciana del PP de Eduardo Zaplana lo puso en manos
de un consorcio formado por el grupo Ribera (gestión sanitaria), Adeslas
(aseguradora médica), Lubasa (inmobiliaria) y Dragados (constructora).
En Madrid, la cesión en 2005 del hospital de Valdemoro a la empresa de
capital sueco Capio se convirtió, bajo el PP de Esperanza Aguirre, en la punta
de lanza de la construcción de centros privados.
En Cataluña se configuró históricamente un sistema de gestión sanitaria
mixto donde junto a los hospitales públicos hay una extensa red de centros
semipúblicos con una amplia presencia de instituciones locales y grupos
privados y eclesiásticos, y un modelo público con una concepción empresarial.
En 1995 se aceptó el ánimo de lucro en la gestión de la sanidad pública, y las
sucesivas reformas legales de CiU y el tripartito (PSC, ERC; ICV-EUA)
reforzaron aún más el llamado “modelo catalán”. La reforma del Institut Català
de la Salut de 2007 y la llamada ley Ómnibus contemplaron la posibilidad de que
los hospitales públicos alquilaran operadores privados en las plantas cerradas
o los quirófanos que dejaran de operar por las tardes.
A lo largo del proceso histórico sucintamente resumido, las estrategias
para mercantilizar y privatizar la sanidad han sido permanentes, un goteo
constante. El resultado ha sido reducir progresivamente la capacidad
asistencial de los centros públicos, cerrándose camas, consultas y quirófanos
hospitalarios, restringiendo urgencias ambulatorias y alargando las listas de
espera. A decir de políticos tan significados como Esperanza Aguirre o Artur
Mas, se trata de reducir la sanidad pública a su “núcleo básico” manteniendo la
gratuidad de los servicios sanitarios imprescindibles. Si las clases medias
dejan el sistema público, este se debilitará y convertirá básicamente en un
sistema de y para los pobres.
Bajo el discurso de una supuesta insostenibilidad financiera, haber
“vivido por encima de nuestras posibilidades” y con una población en shock
por la crisis actual, tras el goteo, llega ahora el turno al chorro de agua
helada en forma de un Real Decreto Ley (RDL 16/2012, 20 de abril) que comporta
pasar de un sistema nacional de salud a un sistema tripartito basado en los
seguros sanitarios para los ricos, la seguridad social para los trabajadores y
la beneficencia para el resto de personas. El RDL del Gobierno del PP es una
contrarreforma sanitaria que nos lleva tres décadas atrás. Primero, porque se
pasa de un sistema financiado con impuestos directos a un sistema basado en la
financiación de un modelo de seguros con el pago del afiliado (asegurado) o el
protegido (beneficiario) por la Seguridad Social y numerosos copagos. Segundo,
porque se renuncia a la atención sanitaria universal excluyendo a los sectores
más débiles de la sociedad española: inmigrantes sin papeles y discapacitados
con una discapacidad menor del 65%, entre otros colectivos. Tercero, porque se
establecen tres niveles de servicios sin definir aún, lo que apunta a una
reducción de las prestaciones básicas y la generación de un sistema de
beneficencia que “arrastrará” a la clase media hacia los seguros privados con
prestaciones complementarias sometidas a repago. Millones de pensionistas, cuya
economía raya en la subsistencia, deberán realizar “repagos” (un “impuesto sobre
la enfermedad”) según su nivel de renta (una gestión que es compleja e
injusta), y pagar por fármacos que sirven para “síntomas menores”. Y cuarto, ya
que se niega la sanidad a inmigrantes o personas enfermas socialmente
excluidas, el “nuevo” sistema acarreará problemas de salud pública con la
saturación de los servicios de urgencias y la probable aparición de epidemias.
Además, es un modelo implantado en forma autoritaria y anticonstitucional que
producirá graves problemas de salud y desigualdades, especialmente en pobres,
enfermos crónicos, discapacitados y quienes deban desplazarse a los centros
sanitarios. Ese modelo significa “avanzar” hacia una sanidad mercantilizada,
injusta, que rompe el concepto de ciudadanía y solidaridad social, que abre
paso al clasismo, la desigualdad y es el fin del derecho universal a la sanidad
y la salud.
Los sistemas de sanidad públicos, accesibles, con organización y
gestión esencialmente públicas y una elevada calidad de prestaciones, ofrecen
resultados globales de salud mejores que otros modelos. Que el sistema
sanitario público pueda mejorar su eficiencia (con más atención primaria y
menos gasto farmacéutico), calidad (con más atención en salud mental por
ejemplo) y equidad (protegiendo a toda la población) no puede ser excusa para
que las fuerzas económicas y políticas que favorecen la mercantilización
sanitaria destruyan un modelo conseguido a través de largas luchas sociales. La
atención sanitaria debe ser un derecho ciudadano independientemente de la
condición social y el lugar donde se viva y no una mercancía que solo consuman
los “clientes” que puedan pagarla.
Joan Benach es profesor de Salud Pública y miembro de GREDS-EMCONET (UPF). Su
último libro publicado es La sanidad está en venta (Icaria). Firman también este
artículo Carles Muntaner, Gemma Tarafa y Clara
Valverde.
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