(Junio-Julio ´11)
Lo bueno se deja para el final, o al menos eso dicen. El verano llegaba a nosotros y era el turno de Cardiología, una de las rotaciones marcadas en rojo por las altas expectativas con las que uno la espera. Dos meses por delante a modo de reto para intentar aprender a leer electros pese a los múltiples intentos que he seguido tras leer libros y manuales, de aprender a tratar dolores torácicos, de intentar comprender el blanco y negro de los ecocardiogramas, de combinar fármacos antihipertensivos, de manejar sintrones y cardioversiones, de familiarizarme con stents y operaciones vanguardistas.
La Cardiología y la sagrada orden filosofal. La especialidad de especialidades, el Cardiólogo como ente casi sagrado, como un tótem hospitalario. La divina imposición de manos a modo de tratamientos, de revisiones, de curaciones. Una especialidad de patología mortal o con
mucha morbilidad; una rotación que me ha servido para ver las dos caras de una misma realidad: la fe de unos pacientes que ven en su cardiólogo a un lazarillo de Tormes, unos lazarillos que son de carne y hueso, que rompen falsos mitos de divos estirados. Un servicio que funciona bien, unos residentes que se dejan la piel día a día, unos adjuntos jóvenes pero sobradamente preparados y unas explicaciones y guías prácticas muy útiles para poder seguir las directrices básicas de ese corazón podrido de tanto latir.Unos largos desayunos, un pasar planta rutinario, unas consultas variadas en las que se podía ver
desde el nada al todo a modo de infarto. Una cinta para realizar test de esfuerzo, el aparataje de ultrasonidos para los ecocardiogramas en directo, la eterna tira color salmón de los EKGs.
Dos meses a modo de reto de los que me llevo buen sabor de boca y conocimientos para el día a día de cualquier médico que intente ser competente.
Una rotación que deja buen sabor de boca, un aliciente para seguir adelante. Quedan Dermatología y Endocrino-Metabolismo para terminar el ciclo de rotaciones hospitalarias y volver al Centro de Salud, al hogar dulce hogar, a ese barrio deprimido de la Palmilla. Nos hacemos mayores…